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lunes, 29 de septiembre de 2014

Amor

¿Prometes amarla y cuidarla hasta que la muerte os separe?




Gruesos lagrimones se escurrían por los surcos del ajado rostro de la mujer a la que había amado durante toda su vida, mientras la jueza encargada del Registro Civil pronunciaba esas palabras. Aún hoy, casi setenta años después de aquel primer coqueteo y aquel primer beso, la seguía queriendo como a su vida.

Miró su mano, envejecida, arrugada, llena de manchas y con los dedos deformados por la artritis, y lo único que vio fue que seguía entrelazada con la de su amiga y compañera, amante y pareja desde hacía tanto tiempo. Lo único que vio fue que por fin podría decir «mi mujer» y decirlo con todas las de la ley, sin miedo y le pesase a quien le pesase.

Su matrimonio no era sino el testigo de toda una vida de amor a hurtadillas, de noches de mimos y discreción con los vecinos. Era el testigo de una vida entera en común. Era la felicidad de hacer algo que les había sido negado durante tanto tiempo de puertas para afuera.

Había llovido mucho desde aquellas noches en las que bordaban a la luz de las velas y hablaban de todo y de nada. Había llovido mucho, pero el recuerdo era claro como la mañana, vívido como pocos. 

Le miró a los ojos, como tantas otras veces, para expresarle cuantísimo le quería, antes de llevar el dorso de su mano a sus labios y besarlo.


Miró sus manos, viejas, ajadas y entrelazadas, y solo dijo «sí, lo prometo». 

Aunque pasado mañana fuera su último día en la Tierra, seguiría amándola y cuidándola, como siempre había hecho.

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